Viajar solo
Son las 7 de la mañana, que no las 5, así que esto no es Obsesión. He dormido de aquella manera y he tenido sueños que por supuesto no recuerdo. Estoy un poco mosqueado porque mandé una postal hace una semana desde Estocolmo y aún no ha llegado. Ya llegará, pienso. Y sí, este es el primer pensamiento que me aborda en esta fría mañana de diciembre. Debo advertir y advierto que no sé muy bien cómo hacer esto. Son años y años de escribir en otra lengua, y esto no es más que una prueba experimental.
Abro los ojos y sé lo que tengo que hacer. Sin embargo, la pereza que reina en la especie humana me susurra que duerma 5 horas más. No puedo hacerlo, pero por un momento fantaseo con ello. El caso es que ayer cené con mis padres, mi hermano y mi abuelo. Conversamos de nuevo sobre el accidente del 39 y lo (bien o mal) que lo estaba haciendo la selección española en Catar. En esto último no participé, aunque en mi historial consta el haber estado en un bar rodeado de alemanes, suecos y españolitos viendo un partido del balón.
Volvamos a ayer por la noche. Tras la cena, me fui con dos amigas por el pueblo, al Matador de referencia, y nos tomamos 2 margaritas por cabeza. Hablamos, reímos y nos fuimos. A veces parece que arreglamos el mundo, otras un sketch de Paquita Salas o Jennifer Coolidge en The White Lotus. No lo tengo muy claro, lo que sí que sé es que son un tesoro de valor incalculable.
Anoche hablamos de hombres inalcanzables y de técnicas infalibles de seducción bajo una base de los número uno de los ochenta. No quiero culpar a mi adolescencia tardía, pero el sentimiento de que todo el mundo sabe cómo hacer todo y nadie sabe donde se aprende, me inunda y me apesadumbra. Ahora que vas a estar solo, aprovecha, me dicen mis amigas. Aprovechar el qué, respondo inocentemente. Qué va a ser. Veo necesario que me paréis, este no es el lugar ni el momento para seguir con esto.
Me levanto. Ya lo tengo todo preparado porque anoche llegué tarde. Me invade una sensación extraña. Quizá no hiciste bien en planear este viaje, quizá te vas aburrir, o quizá no es el momento. El sentimiento desaparece en apenas unos minutos. Ahora vuelve el sueño, pero parece que ya me he activado. Mentiría si digo que no sé en cuántos aviones me he montado este año, pero (modo Penélope Cruz en una alfombra roja) siempre parece que es la primera vez. Y qué mastodóntico todo, ¿no? Volar siempre me ha parecido de otro planeta. El efecto Venturi, sí, pero no logro comprender como se puede levantar semejante mamotreto de incontables toneladas. Se supone que soy ingeniero, aunque no aeronáutico, pero me sorprende como al que más. Esto es como preguntarle sobre una antena Yagi a un informático, supongo.
He buscado un bloc de notas. Siempre que voy conmigo mismo me llevo una libretica y dos bolígrafos, por si uno no funciona. Esto me recuerda a las distintas dietas de un piloto y su copiloto. Una analogía un tanto rara, lo reconozco, pero son las 7 de la mañana y espero que no me pidáis mucho más.
Me gusta escribir a mano, y no hay tecnología que vaya a impedir eso.
Es probable que ya sean y 20, pero antes de irme dejadme escribir unas líneas más. No, en serio, tengo que irme, pero apuro hasta el final revisándolo todo bien.
No lo he expresado de forma sutil pero ahí está. Nadie me espera hoy, salvo un hotel y una ciudad por descubrir. No es poco, lo sé. No voy a quedar con nadie en el aeropuerto. No es porque sea asocial, ni mucho menos, sino porque mi compañero de viaje esta vez soy yo mismo. No es la primera vez, ni será la última. Lo que sí tengo por seguro es que me hallo de nuevo en otra circunstancia distinta a las demás de parecida índole, y tremendamente expectante sobre qué va a ocurrir esta vez.
Salgo de casa. El escenario que se configura ante mis ojos parece una escena de Vanilla Sky. Hoy De Niro pone las calles, que diría Mecano. Espero ver a algún grupo de adolescentes borrachos volviendo de fiesta, pero sólo percibo personas yendo a trabajar, o en mi caso, de viaje. Cuando llego a la estación, individuos de diversa índole llenan de cuchicheo el andén. Quería ir en autobús, es mucho más cómodo, pero un sábado es un sábado y los horarios no me cuadraban.
Subo al tren y ya escucho balbuceos de personas que, presuntamente, se han dado una buena juerga esta madrugada. La mía, a medias, aunque juerga al fin y al cabo. Es sábado y esto es lo que toca, lo contrario sería algo bárbaro. No os he dicho a qué hora llegué, pero eran pasadas las dos y media. Sí, no he dormido nada.
En el tren reflexiono sobre la compañía. Esta es compleja y variada. A menudo pensamos en personas, pero la compañía puede adquirirse de formas mucho más abstractas y no físicas . No voy a ponerme en modo Soul de Pixar, pero la música es una de ellas. Ah, sí, claro. Resulta que ayer descubrí Spotify y me siento como el hombre de la caverna de Platón que acaba de ver la luz. Para ser más exactos, descubrir no es la palabra; recuperé mi cuenta creada hace ¿10? años bajo el pseudonimo Hugh1812. Sí, por Hugh Jackman. El 1812 lo comentamos en otra ocasión, pero nada tiene que ver con la Pepa. La cuestión es que mis viajes han tenido siempre un sello particular paseando a mi antiguo iPod por varios continentes y acumulando más horas de avión que las que hizo desde China cuando lo fabricaron. Esto ha sido muy gratuito, pero prometo que ya acabo. Esta vez, mi compañía a 36.000 pies es ligeramente distinta. Llevo a De Niro paseíto (así he llamado a mi primera lista de reproducción) conmigo, y una variopinta colección que mezcla a Frank Sinatra, Bad Gyal, Rigoberta Bandini y Ludovico Einaudi en el mismo espacio, entre otros. El popurrí no hay por donde cogerlo, pero es mi popurrí.
Pongo un pie en Plaça de Catalunya. Recuerdo una vez más que estoy haciendo todo esto porque no conduzco, pero la realidad es que aunque lo hiciera, no hubiera ido en coche al aeropuerto. El panorama ha cambiado. La primera luz del día convierte las fachadas del Iberostar y del Fnac Triangle en resplandecientes y doradas maravillas arquitectónicas. Subo al autobús hacia al aeropuerto, que es como el escrutinio de unas elecciones. Basta con mirar a tu alrededor para ver una muestra distinta del tipo de personas que van a montar en un avión el mismo día que lo haces tú. Identifico la pareja que se va de escapada (quién va a resistirse a este puente), las amigas que viajan juntas, el padre que va a París a ver a su hijo arquitecto y a otro mozo que parece que vaya solo, como yo, o simplemente está a punto de encontrarse con alguien en la terminal. No faltan los turistas, claro.
Llego al aeropuerto. No os voy a dar la matraca con todo el control de seguridad porque ya os sabéis la película de memoria, lo único que diré es que esperaba que estuviera más lleno. Hay huelga de tripulantes de cabina y esas cosas, pero no parece que reine el caos. Acabo de ver a una apresurada mujer saltarse todas las colas posibles, intentando embarcar (previa facturación) en un vuelo cuya última llamada acaban de anunciar. No sé si llegará, espero que sí. Me gustaría hablaros de los aeropuertos, pero mejor en otro momento.
Después de ser testigo de toda la parafernalia aeroportuaria, me dispongo a desayunar. No me he llevado nada de casa porque suficiente he tenido con levantar mi cuerpo de la cama. Asumo que me van a cobrar un pastizal por un zumico de naranja y una cruasán de chocolate, pero qué le vamos a hacer, gajes del viajero.
Hace un año también estaba en esta situación. Aeropuerto, De Niro, solo, y haciendo tiempo antes de embarcar. Entonces conocí a Maite, ya una vez en el avión, nieta del dueño de Gales, aquella exquisita marca de ropa barcelonesa para caballeros de estilo regio. Estuvimos hora y media, en nuestro vuelo a Roma, parloteando sin fin. Aún no he leído su recomendación estrella de aquella mañana entre El Prat y Fiumicino: El Manantial, de Ayn Rand. Prometo que en 2023 lo haré.
A menudo la gente me pregunta por qué viajo tanto. No es solo una cuestión de dinero, sino también de voluntad. Viajar no es de ricos ni de pobres, uno puede recorrerse el mundo sin nada. No me considero de los últimos, pero tampoco soy la Koplowitz.
Una vez me preguntaron si viajaba porque huía de algo. La verdad es que mi respuesta no fue inmediata, la huída es implícita en un viaje, ya sea temporal o permanente. Me he cuestionado muchas veces el por qué, siempre apelando a mi libertad y a que hacía lo que quería. No sé si eso es cierto, creo que sí, pero qué más da. No voy a terminar con un vive el momento ni pamplinas varias, pero a menudo pienso que solo tenemos el ahora y lo poco conscientes que somos de ello. Agárrense a todo y a nada, les dejo que tengo a Perra a punto de dar el pistoletazo de salida de De Niro paseíto. Nos vemos en otro aeropuerto, si gustan.