Uno entre 67 000
He contado siete llamaradas pero seguro que han sido más. El calor de éstas se ha dejado notar en nuestros ya exhaustos pero felices cuerpos, que llevan más de 136 minutos moviéndose sin parar. Por si fuera poco, las charamadas hacen acto de presencia en varias ocasiones y deslumbran y acaloran a los miles de asistentes, al ritmo de Bad Blood. Pasan dieciséis minutos de las diez de la noche y presencio la escena desde el sector 537 del recién reformado Estadio Santiago Bernabéu. Estamos en el Lateral Este, calle Padre Damián, y esto es una fiesta.
La bebida que hace muchos minutos estaba fría ya no lo está. Las colas iniciales ya no existen y el único denominador común entre el público es el disfrute. Lo estamos pasando bien y aún queda otra hora, que en circunstancias normales, no existiría. Pero esto es un espectáculo de 3 horas y 23 minutos, así que queda mucho por recorrer.
Aquí todo está calculado pero nada es normal. Aquí nada es casual pero parece prácticamente un milagro. Aquí un show con precisión milimétrica sale a pasear al son de 46 canciones distintas, con transiciones de todo tipo, en un escenario de dimensiones estratosféricas.
Se ha hablado durante días, semanas y meses. Estamos ante una de las estrategias de marketing más bestias, o quizá la más bestia, que hayamos visto jamás. No es exagerado escribir que la pandemia fue el detonante de que hoy exista algo tan masivo, tan milagroso e inverosímil como el “Eras Tour” de Taylor Swift, con la premisa de condensar cuatro álbumes que no tuvieron gira, en un solo concierto. Hubiera sucedido en algún punto, pero quizá no en 2024. Ella no necesita presentación, y junto a su equipo y sus dotes empresariales, idearon un vertiginoso recorrido a través de un sinfín de canciones que jamás habían retumbado en estadios, junto a muchas otras de toda la carrera de la artista.
Rebasar las tres horas es algo extraterrestre. Ella y su equipo lo consiguen de una forma que me resulta inexplicable, así que no voy a elaborar. El cansancio corporal no vence al genuino disfrute que se respira en el estadio. Recuerdo que conciertos de hora y media se me hicieron largos en el pasado, este no, porque no es solo un concierto, va mucho mas allá, es un concierto metido en algo mucho más grande.
Quedo pasmado con su voz a capela y posteriormente acompañada únicamente de guitarra o piano. Pierdo la cuenta del número de atuendos que luce, una por cada ‘era’, o álbum de su carrera, y con pequeñas modificaciones durante cada exhibición. Me maravillo ante el cuerpo de baile, el coro a su alrededor, y como todos ellos forman un conjunto perfectamente sincronizado. Ella es la imagen, sí, pero todo su alrededor es fundamental. Los artistas se integran en un escenario que vive mediante proyecciones de contenido audiovisual y plataformas móviles que se mueven y se alzan según lo que toque.
No será la mejor artista de la historia, ni el tour más espectacular si cogemos todos los indicadores habidos y por haber, pero eso da igual. La cantante de West Reading (Pensilvania) ofrece un espectáculo de un calibre inexplicable y con una producción envidiable. Vende una experiencia que funciona a la perfección y que va más allá de su tradicional séquito de fans, que se agranda cada minuto que pasa. Saberse o no las canciones no es fundamental, nunca lo ha sido, pero aquí menos. Lo importante es vibrar con el público y eso es lo que hemos hecho esta noche.
De esta velada me llevo el ambiente compartido por decenas de miles de personas. Esa sincronización marciana al ritmo de letras de canciones que salieron el 19 de abril, y otras hace más de catorce años. De hoy recojo un disfrute único, inexplicable. Qué importante es pasarlo bien, y qué satisfactorio es ver que tu alrededor, lleno de conocidos y desconocidos, te acompaña. No hay nada que sea equiparable a eso. Nada.
Nos leemos pronto.