Lo que pasa de noche

Jordi de Niro
5 min readJun 5, 2024

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Se pone el sol pasados nueve minutos de las nueve y media de la noche en Madrid. Hace unos minutos estaba paseando por Goya, y llevo ya unos cuantos otros subiendo por General Pardiñas. A la altura de Ortega y Gasset me detengo, para observar una sinuosa y silenciosa estampa. Pocos coches, poca gente. Tomo una foto porque es todo lo que se me ocurre para inmortalizar este momento. Prosigo mi marcha y en Juan Bravo, consulto mi móvil. Iba a ir a casa a cenar pero hay mucha luz y no me apetece volver. De momento. Tenía que quedar para pasear o para cenar pero al final no ha ocurrido.

No sé en qué momento consulto Google y decido que por qué no ir al Thyssen. Se ve que llevan unos cuantos sábados abriéndolo de noche, al más puro estilo Moma, y hoy es uno de esos días. La elección del Thyssen no es casual, pues quedan pocas horas para visitar la exposición temporal de Isabel Quintanilla, pintora clave del realismo contemporáneo con una extensa obra artística. No sé si hace falta entrada, en su página web sale como que sí, pero intento y no hay disponibilidad. Normal, cómo va haber disponibilidad un sábado por la noche en un museo de Madrid (es un evento exótico, casi verano, día largo y museo nocturno).

Decido coger el metro en Núñez de Balboa, sabiendo que igual hay una cola demasiado larga o que no se me permite el acceso sin entrada. Pero hay que intentarlo. En mi cabeza de las ocho de la tarde, yo ahora ya estaría en casa viendo «Una jaula de grillos» o cenando con unos amigos que no han dado señales de vida. Pero de repente estoy yendo al Thyssen, donde no sé si puedo entrar, y me seduce la idea. La mitad de Twitter ya ha visto la exposición y la mitad de mis amigos (aquellos que vemos en persona y tal, nada virtual) también. Ahora me toca a mí.

Llego pensando en que va a ser imposible entrar. Es increíble cómo la cabeza sabotea nuestras propias intenciones. Quiero entrar, porque quiero ver la exposición, sin embargo llevo minutos pensando en que seguro que no se puede por la razón que sea, pero principalmente por cuestiones de aforo. Me pregunto si esta divagación es normal o simplemente un exceso de realismo. Esta noche hay tres grupos de personas: los que se quedan en casa viendo una peli, los que están viendo EL partido y los que han decidido ir al Thyssen.

Son las diez menos cuarto. Veo cola, mucha cola. Bueno, quizá no tanta. O quizá sí. Voy hasta el final, así pregunto a los que ya están cómo va la jugada, pienso. Pregunto y me dicen que nada de entrada. ¿Y sobre la cantidad gente? Nada, nada, que van entrando grupos grandes y que esto está hecho. Y en efecto, el reloj casi marca las diez de la noche y entro en el Thyssen. Misión cumplida. En el interior hay otra pequeña cola pero nada reseñable. En pocos instantes, llego a la exposición y empiezo mi visita.

El realismo de Isabel Quintanilla es apabullante des del primer instante. Comenzando por vasos a lápiz y unas tímidas frutas, pasando por estudios, de día y de noche, paisajes, el mar, bodegones de todo tipo y campo a través. Periódicos, bolsas, tijeras, reflejos, sombras, colores, momentos, estaciones, teléfonos, conejos, manteles, recipientes, llaves, guantes, Roma a finales de los 70, sandías, granadas, cebollas, árboles, sombras, boles, melocotones, uvas, hojas, luces… Su obra contiene todos y cada uno de los elementos de la vida cotidiana y de cualquier clase. Una obra exquisita que refleja la realidad como si fuera una fotografía.

Me entretengo en varios de sus cuadros, pero no puedo dejar de pensar en «La puerta roja» y «El verano». Ambos contienen una puerta abierta al exterior. En el primero es casi de noche, y el paisaje que se adivina se intuye lúgubre, con niebla y poca luz. Dentro, en la casa, esa luz cálida tan característica de los interiores es la protagonista para dotar de otro color a los elementos de la escena: la escalera tono marrón donde está la puerta, el teléfono blanco de rueda de la CNTE, y el rojo intenso de la puerta que contrasta con los grises del fondo. En el segundo cuadro el clima ha cambiado. Al fondo vemos un árbol, varias plantas, y como la luz del sol genera la sombra que tan bien dibujada se observa en el suelo. Un suelo inconfundible, baldosas color terracota. En este caso la puerta es blanca y la mitad es una especie de rejilla por donde se cuela la luz. Justo en esa sección, una cortina beige recogida a un lado hace acto de presencia para no fastidiar la estampa. Parece la salida a un jardín. El cuadro grita verano, no solo por el título sino por lo que transmite. Ambas puertas son la entrada, o a la salida, a un momento que evoca un sentimiento.

Al salir, dos hileras de unos 7 furgones policiales, una a cada lado del Paseo del Prado, me reciben, acompañadas de hordas de agentes. La zona de Cibeles está prácticamente vacía, pero en unos minutos estará llena de acérrimos del fútbol en plena celebración. Como si en un mundo paralelo estuviera, ajeno a todo ello, subo tranquilamente por el Paseo del Prado, giro en Banco de España y prosigo la marcha. Suenan cánticos de victoria y grupitos de gente permanecen pegados al cristal de varios establecimientos. ¿Ha ganado ya? Pregunto, no sin inmediatamente después consultar La Vanguardia, que es lo primero que me sale ante mi intención de conocer el resultado del partido. Pues van ganando, pero ganar no han ganado aún porque queda algún minuto. Intuyo, no lo sé. Me meto por la boca de Gran Vía y ya es oficial. Sí, han ganado, y el ruido por las calles, los gritos de celebración y cualquier berrido vario se escucha a lo lejos, de cerca y dentro del metro.

Entro en el metro con mi realidad: un par de postales, dos láminas, un libro comprado en la Feria y otro firmado por Emilia Landaluce y Rosa Belmonte. Contento. Me cruzo con transeúntes con otra realidad: fuera del metro, copa en vaso de plástico en mano, con bufanda del Madrid y una sonrisa de oreja a oreja. Pero la realidad, valga la redundancia, es que ambas colisionan y se convierten en una sola.

Todos estamos contentos, da igual la razón.

«El verano», Isabel Quintanilla (1992)

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