La Dolce Vita

Jordi de Niro
4 min readOct 30, 2024

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Salimos de la Villa Borghese en una mañana de domingo donde el mercurio marca 24 grados. El sol es intenso y la primavera ha vuelto a finales de octubre. Llegamos a la Via Vittorio Veneto, una especie de avenida con hoteles de lujo y altos árboles rodeados de jardineras cuidadas al milímetro. En ellas, reposan carteles impresos a gran tamaño de varios filmes icónicos como Cotton Club, El último emperador, Nunca digas nunca jamás, así como numerosos metrajes protagonizados por Sophia Loren, la gran dama por excelencia de la escena italiana (que cumplió 90 años el pasado 20 de septiembre, por cierto).

No es casualidad que Fellini inmortalizara la Via Veneto y sus alrededores en la eterna La Dolce Vita (1960, con Marcello Mastroianni y Anita Ekberg). Sí es casualidad que esté teniendo lugar el Festival de Cine de Roma. Esto ya empieza a ser gracioso, pues también he coincidido, en Prístina y Marrakech, con festivales de cine sin quererlo. Por algo será, y en lugares que son de lo más variopinto (entendedme, no hablamos de Cannes, Venecia o Berlín).

La Via Veneto tiene una forma peculiar donde destaca su enorme curva, que forma unos 90 grados, donde se encuentra la embajada de Estados Unidos y que cambia el sentido de una avenida que comienza siendo una ancha bajada (o subida) recta, llena de hoteles y terrazas, en su acceso por la Villa Borghese. Antes de la curva, el extinto Café de París reluce su cadáver en forma de local abandonado. Unos paneles, muy descuidados, contienen numerosas fotografías, colgadas con chinchetas y descoloridas por el sol. Éstas recuerdan el goteo intenso de celebridades que tuvo el café en el pasado siglo: Henry Fonda, Silvester Stallone, James Coburn, Jean-Paul Belmondo, Federico Fellini, Gary Cooper, Audrey Hepburn, Mónica Bellucci… También fue, una vez más, escenario de numerosos filmes. El presente a menudo es cruel con el pasado: la dejadez del local cerrado es patente y nada invita a que eso vaya a cambiar.

La Via Veneto intercala a su paso elegantes y exuberantes calles como la Via Lazio, Sardegna, Sicilia, Lombardia… Las referencias al país son constantes en forma de los nombres de varias de sus regiones administrativas. Esta exquisita avenida debe su nombre a la batalla de Vittorio Veneto, que enfrentó a las fuerzas armadas del Reino de Italia con el Imperio austrohúngaro en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Más de cien años después, nos encontramos ahora en plena rione (que significa región, proveniente del latín) de Ludovisi, conocida como R. XVI, la decimosexta región de la capital italiana y una de las más caras.

Finalizamos nuestro recorrido por la avenida en la Piazza Barberini, capitaneada en el centro por la fuente del Tritón de Bernini, escultura en mármol y travertino. Ahora nos encontramos muy cerca del Quirinal, una de las siete colinas de Roma. A lo lejos se aprecia cómo confluyen hasta siete vías: Veneto, San Basilio, Barberini, Quattro Fontane, Tritone y Sistina. Subimos por una de ellas, la avenida de las cuatro fuentes, donde a su intersección con las avenidas Quirinale y Venti Settembre crea un escenario único en el mundo: como su nombre indica, cuatro fuentes, de estilo tardo renacentista, habitan los huecos rectangulares de las esquinas achaflanadas de los edificios que forman la intersección. Cada una, además, es una representación en forma de alegoría de los ríos Tíber y Arno y de las diosas Diana y Juno.

La tranquilidad de Quattro Fontane, la paz de la Villa Borghese y la sofisticación de la Via Veneto, todas ellas con gente pero sin agobios, contrasta con otra imagen de la ciudad a escasos metros de donde estamos. No sé si ha sido la pandemia, las ganas de viajar o ambas cosas, pero han desembocado en un sinsentido de colas infinitas, fotografías efímeras (todas iguales, por supuesto) y un consumo de sitios, que no disfrute, sin precedentes.

El fenómeno es curioso. La ciudad está abarrotada pero sólo en lugares seleccionados como el Vaticano, el Panteón, la Piazza Navona, la Via del Corso… Sorprendentemente la Piazza Spagna es un remanso de paz y armonía entre tanto ajetreo. Del mismo modo, en el Vaticano, y su amplísima plaza San Pedro, la multitud se diluye precisamente por el tamaño y la monumentalidad de ésta. Es, posiblemente, el lugar más tranquilo con multitudes.

Quizá haya que aceptar todo esto en los sitios más turísticos, pero me niego a pensar que la Roma de la multitud, los empujones y las fotos sin personalidad son la única alternativa, porque de hecho, no es así. Existe otra Roma, a ratos desierta, a ratos poblada sin agobios. Existen los paseos por la Via Veneto, por la Passeggiata del Gianicolo, por la Fontana dell’acqua Paola, que inmortalizó Sorrentino en La grande bellezza, o las constantes miradas al techo de la Basílica Papal de Santa María la Mayor. Hay muchas zonas que colindan con las de turismo de masas, que ofrecen la visión más amable y hermosa de la ciudad eterna. Transitar la Via Cavour, admirar los edificios residenciales en Prati de un gusto increíble, o callejear por algunas zonas del Trastevere, que, sorprendentemente no están masificadas.

Todos queremos ser turistas y visitar los monumentos más importantes de la historia. Quizá todos no, pero algunos somos así y va en la naturaleza de muchos. Sin embargo, no puedo evitar el enorme contraste al pensar cuando entramos en el Panteón como Pedro por su casa hace algún tiempo. Ahora, años después, hace falta un código, las colas son interminables y el tiempo limitado. En ese caso, decidimos esquivarlo. Igual debemos reflexionar, no lo sé. E igual esto suene egoísta, pero la contradicción habita en mí y no puedo no escribir lo que he sentido al pisar de nuevo la ciudad eterna.

Quizá sea cuestión de esperar y dosificar, todos tenemos derecho a visitar y conocer, así que cada uno decida el cómo y el cuándo.

Detalle de la Basílica Papal de Santa María la Mayor

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