El otro malecón

Jordi de Niro
3 min readAug 21, 2023

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Me monto en un autobús con destino a la estación del Prado de San Sebastián, de la línea Cádiz-Almería. Hacía muchos años que no pisaba el sur. Demasiados, de hecho. Llegué en tren. Me voy en autobús.

He vuelto a la perla de Occidente, a la pequeña Habana, a la tacita de plata, al hogar efímero de James Bond en Muere otro día; a la Caleta, donde Halle Berry salía del agua cual sirena; a las fascinantes calles en forma de medina y rodeadas por La Alameda... He vuelto a una preciosa y fastuosa península que los fenicios fundaron y llamaron Gadir, por la palabra gdr, que hace referencia a lo «amurallado», a «castillo», a «fortaleza»; al rinconcito suroccidental al que los griegos se refirieron como Gadeiras (Gadir en griego, que hacía alusión al conjunto de lo que eran las islas de Erytheia, Antípolis y Kotinousa) ; a la que luego los romanos apodaron Gades, los almohades Yazirat Qadis (literalmente, «isla de Cádiz») y, finalmente, a la que designaron con su nombre actual, tras la reconquista de 1262 comandada por Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, bien representado en un óleo de Matías Moreno.

Y es que, al final, Cádiz es una península por el tómbolo arenoso que la une al resto, formado por el Guadalete, pero también es una isla. Es todo a la vez. Es paradójica. Es una perla. Es historia. Es pasión. Es nacimiento de rutas de comercio. Es veneración de dioses en templos. Es una villa de pescadores. Es fenicia, romana, musulmana y castellana.

Hay muchas Cádiz distintas dentro de ella. Y también fuera. De hecho, existen cuatro Cádiz en Estados Unidos: en California, Kentucky, Indiana y Ohio. Y en Filipinas, otra. Vestigios colonialistas donde los haya. Pero solo la nuestra es la ciudad fenicia más antigua de Occidente. La auténtica. Solo la nuestra posee el encanto que la historia le ha dotado.

El trayecto de hoy es corto, apenas hora y media. El autobús va medio vacío. Vislumbro uno de los toros de Osborne repartidos por toda la geografía española. Cada vez veo menos. Escucho música. Pienso sobre el arte de volver. De volver a experimentar algo. De volver a vivir algo. Pero, especialmente, de volver a lo sitios. No solo de volver a allí donde nos gusta y somos conscientes, sino de volver a sitios y verlos como si fuera la primera vez, pues igual los pisamos siendo niños y lo único presente son nociones vanas, como es mi caso con Gadir. Volver a revivir la historia. Volver físicamente, cuando es un simple «ir por primera vez» dentro de lo que serán nuestros recuerdos más profundos.

El termómetro marca 53 grados al llegar a Spal. Evidentemente no es la temperatura real, pero el calor abrasador (que ni en el Valle de los Reyes de Luxor) al bajar en Avenida Buhaira con Eduardo Dato, cala en todo el cuerpo. Noto un gran contraste con respecto a hace poco más de 3 días, cuando Sevilla gozaba de unos magníficos 32 grados (reales). Invierno, vaya. Pero hoy no hablaré mucho de Híspalis, como la llamaban los romanos, otro día sí.

Dejo Sevilla atrás. La tacita ya queda a más de cien quilómetros. Dejo el sur. Antes de que termine el año volveré. Al sur. A dónde no lo tengo claro, pero eso ahora da igual.

Gadir

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