Aeropuerto Internacional Benito Juárez

Jordi de Niro
6 min readNov 6, 2024

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Ya he hecho la maleta. Me queda todo el día en la ciudad así que vuelvo una vez más al Paseo de la Reforma. En 2016 se completó la Torre BBVA, uno de los rascacielos más imponentes de la ciudad, y fue el más alto por un tiempo. Pregunto a un policía que guarda la entrada si se puede subir. San Google dice que sí, que por 70 pesos. Sin embargo, el guarda, nada amigable (cosa extraña aquí), me responde que no, que son oficinas. No lo discuto, y me dispongo a cruzar al otro lado del Paseo de la Reforma. Ahí se encuentra, hasta este año, el rascacielos más alto de la ciudad de México: la Torre Mayor. Una imponente entrada adornada con palmeras me recibe, así como una retahíla de coches que parecen carísimos y de empresarios con matrimonio.

Sin éxito, de nuevo, pero ahora en la Torre Mayor. Que sí, que había mirador, pero que ya no. Que lo cerraron. ¿Qué le pasa a esta ciudad con los miradores? No lo sé. Solo queda una oportunidad: la Torre Latinoamericana, que desde tantos puntos del DF se ve, especialmente desde la calle Francisco Madero. Pero hay un problema: hoy es quincena, es viernes y para colmo se celebra el Grito, la antesala al festivo de la Independencia de México.

He decidido no ir. Ya estuve anoche en el Zócalo y otro día al principio de semana. Mejor evitar el Centro Histórico. Mejor ir a pasear por Avenida Insurgentes Sur y colonias colindantes como la de Cuauhtémoc, Juárez o San Rafael.

Me voy de la Ciudad de México con una sensación que he sentido pocas veces o nunca. Me ha recordado a El Cairo y a Pekín pero no. Me ha parecido, a ratos, la España de los 70 en la que no he vivido, pero que la madrileña de Las Rozas Conchi me contó en el vuelo de ida a Toronto, donde hice escala antes de llegar a la capital mexicana. Me ha parecido un lugar acogedor y amable. Cruzar un Océano y hablar la misma lengua como fruto de la historia. Es increíble. Me voy con una amalgama de contrastes poco habituales. Con ramas de árboles centenarios que revientan todo el pavimento a su paso, con un sinfín de cables enredados que claman incendio a los cuatro vientos, con señales verdes de puntos de evacuación, rutas de evacuación y puntos de reunión. Me voy con el sentimiento de que un sismo puede afectar en cualquier lugar y a cualquier hora. He tenido la suerte de no experimentar uno, pero no me dejo de preguntar cómo de impactante debe ser que la tierra tiemble y no poder hacer (casi nada) al respecto.

Precisamente hablamos esto con José, el conductor de Uber que me va a llevar al aeropuerto. Le pregunto que cómo se gestiona vivir con el peligro de sismo constante, a lo que responde: A parte de protegerte no puedes hacer nada. Encomendarse al Universo o a quién creas, y dejar que todo fluya. Si vives pensando en que un sismo terrible ocurrirá, lo atraes. Habla de los gatos hidráulicos y de que no se puede vivir con temor. Se vive el día a día y sabiendo que la alerta sísmica no siempre podrá salvarte. José dice que tenía dos años cuando ocurrió el terremoto de 1985, a la vez que me comenta sus cuotas diarias de Uber en pesos y lo que le cobran por servicio y por su coche. Finalmente acaba hablando de los temblores trepidatorios y oscilatorios, los dos tipos que existen.

Como os he comentado, esta noche es el Grito y hay mucho tráfico en la Ciudad de México. La noche se abre paso junto con una lluvia espesa y decenas de coches con sus luces rojas rebotando, cuyos haces rebotan sobre el suelo mojado. José me dice que cuando vuelva al país visite la playa más bonita de Oaxaca: bahías de Huatulco. Que sí, que Tulum, Playa del Carmen y Cancún están bien, pero que son la Ibiza mexicana y la gente solo va por la rumba y la fiesta electrónica. Pero además hay otro problema: el sargazo, una macroalga, está dejando un aspecto más bien feo y desagradable a las principales playas del Golfo de México. No es el caso del Pacífico, añade José, pero ahí el agua es más brava y nada apetecible.

Pasamos un grupo de merengue en la alcaldía de Venustiano Carranza. Se trata de un pequeño mercado entre bocinas, avenidas repletas de coches. El ambiente es festivo y parece que solo tardamos una hora en llegar al aeropuerto. Qué bien, pienso, pues pensaba que serían casi dos horas. En el peor de los casos Google marcaba hasta tres y media.

Llego al aeropuerto y me coloco en la cola para facturar. Resulta que abrirán una hora más tarde de lo previsto. No soy el único que espera ante los mostradores de facturación, claro; coincido con una madre y su hijo de Tapachula, población del estado de Chiapas, que lo acompaña porque su hijo se va a estudiar inglés nueve meses a Montréal; no sé cómo, la madre acaba quejándose de cómo la inseguridad en esa zona ha aumentado y que nada tiene que ver con lo que era unos años atrás.

Coincido también con una mujer de, ¿sesenta?, ¿setenta?, y muchos años que viaja por primera vez sola fuera de Europa. Su primer destino es Frankfurt, vía Toronto, y luego un pueblo perdido por la Alemania profunda cuyo nombre no he retenido. Nos cuenta, en un corrillo de cinco personas que hemos armado en un momento, que su marido falleció el año pasado y que no quería quedarse en casa. Estuvieron 45 años casados. Un guau recorre mi interior ya que me recuerda a mis abuelos maternos, que estuvieron 56 años juntos. Ella es de Guadalajara, en el estado de Jalisco, pero hace unos años que vive en el Distrito Federal. Nos dice qué edad tiene, y se disipan mis dudas, pero no voy a compartirla por decoro y respeto. Acto seguido nos habla de su pasión por la montaña, de hecho ella es de un club de montaña de toda la vida. Nos habla de cómo y cuándo viajó con su marido por toda Europa, de Guadalajara hasta Anchorage, por Brasil, Argentina, de cómo subió el Pico de Orizaba el año pasado o el Nevado de Toluca hace unos cuantos más y añade, también, que posee la certificación de buceo pero que ya no lo practica. Termina con sus ganas de volver a Roma. Madre e hijo de Tapachula estuvieron este verano, ella quiere volver pronto. Y de repente, cinco desconocidos poseen más cosas en común de lo que a priori uno piensa.

La quinta persona que conforma este grupo improvisado de intercambio de experiencias y destinos es una chica de unos treinta y tantos que viene de Bogotá. Su destino final es Tokio y lleva todo el día en el aeropuerto. De Bogotá a Ciudad de México, de allí a Toronto y finalmente a la ciudad de Tokio. Una odisea. Se ha pasado toda la jornada en el aeropuerto de la ciudad y aún le esperan muchas horas de viaje.

La aleatoriedad es la que nos ha hecho coincidir en un mismo sitio y hacia un mismo destino. Pasaré más horas con estas personas a escasos metros, dentro de una aeronave, que las que he pasado con algunos familiares míos. Pero no hablaremos y probablemente no les vea nunca más. La única certeza es que estamos todos haciendo cola para facturar nuestro equipaje con destino Toronto. Mañana voy a pasar el día en el centro financiero canadiense por antonomasia y me acabo de acordar de que tengo que sacar entradas para La Tour CN, Tower CN para los anglófonos.

Quedan unas tres horas de espera en Benito Juárez y casi cinco horas de vuelo hasta el aeropuerto de Toronto Pearson. Calma, que esto de viajar es cansado a la par que brutalmente interesante.

A punto de embarcar en el vuelo AC 992 de Air Canada con destino Toronto desde Ciudad de México, a bordo de un B737-MAX con pantallitas. La misión es dormir, pues sale a medianoche.

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